Pequeñas y extravagantes historias de un Club de lectura.

Todo empezó en Leila. El día amaneció despejado con algunas nubes, pero no importaba. Lo peor llegaría en la tarde. Esa niñera algo nerviosa amenazaba por dejar el matrimonio destrozado. Así aclamaron algunos de los presentes con el corazón encogido después de la noticia. Sin embargo, al llegar Michel solo empeoró la situación. Su manera tosca y sexualizada de hablar hizo lanzar espuma por la boca a más de un crítico literario, y aun así, lo consideraban uno más de la familia. El tema del burro fue diferente. Ese animal no es un perro, decían. Es casi como un caballo, imaginen un cuadrúpedo peludo de gran tamaño no apto para salones pequeños. Jesús miró a Michel como nunca antes lo había hecho, cuando éste comentó con una leve sonrisa entre los labios lo portentoso de sus atributos. Fernanda dejó caer la bandeja con las copas y de su boca tropezaron palabras impronunciables tan parecidas a una maldición que hizo enmudecer hasta al mismo José presente en el Belén. Dubravka fumaba en la terraza junto a Helga. Hablaban de su hijo, ya eran dos meses sin saber nada. La guerra partió su vida por la mitad y la herida no cicatrizaba. Lo raro es vivir, dijo Helga con un súbito suspiro. Te ha quedado muy poético, contesto Dubravka con las lágrimas caídas mientras la abrazaba. Sonó el histriónico timbre. John y su verbena. Como una lengua de mar entró en el salón dejando las bolsas llenas de regalos absurdos sobre la mesa. Besó y abrazó efusivamente como si aquella fuera la última vez, la última reunión, el último acto con sus amigos. Sí, los únicos capaces de aguantar sus sandeces, incoherencias y días asquerosos, como él los llamaba. Y ahora comamos y bebamos hasta quedar dormidos, inhertes y asexuados, dijo con voz aterciopelada y tímbrica mirando de soslayo a Michel. Salud.